domingo, 29 de enero de 2012

LA RAMA, EL VIENTO Y EL ALMA.

Miraba el cimbrear de la rama azotada por la ira del viento. Desde mi ventana, en esa tarde gris, mis pensamientos viajaban de un extremo a otro. Quizás la soledad me hacía divagar entre banalidades trascendentales y principios empíricos existenciales. La banda sonora del silbar de las ráfagas acentuaba mi estado melancólico. La rama seguía resistiendo las embestidas. Aquella que hace pocos meses atrás había lucido radiante y colorida, engalanada de vivas hojas verdes, hoy se presentaba casi desnuda, desprotegida y temerosa. Todo hacía pensar que no aguantaría los envites, que partiría su rudo cuerpo en dos para liberarse de esa calamidad divina que utilizaba a los cuatro vientos como cuatro jinetes del Apocalipsis. Pero ahí seguía desafiante, aguantando, aferrándose a buenos tiempos pasados y con esperanza de seguir viviendo mejores tiempos futuros. Probablemente le había dolido desprenderse de su precioso manto verde, viendo como poco a poco, día a día, sus empeños por dar vida a pequeños brotes se había convertido en lamento. No había sido fácil ver marchar a su creación, ver caer lo que con mimo y dedicación había levantado. Aún más difícil era creer que, quien durante los buenos momentos agradecía su existencia, hoy la dejaban a su suerte, sin importarles su destino. Ella que tan orgullosa se había sentido dando sombra y cobijo, ella que tan feliz recibía el agua dulce y el rayo fino. Ella que hoy se veía sola, luchando por no ceder, no podía permitirse hincar la rodilla. Intentaba levantar su alma y  apuntalar su orgullo.
Dos golpes bastaron para hacer reaccionar mis instintos, uno que doblegó su cuerpo, otro que sacudió el mío. El cristal de la ventana era mi escudo y protección, lo que debía hacer en ese momento podía ser su salvación. Sin el abrigo del miedo y armado con un sentimiento de valor, corrí a enfrentarme a ese infierno, abrazando su corazón. Fui yo quien recibí los azotes, fui yo a quien el viento tiró, pero pasó lo peor y mis manos seguían aferradas, aguantando su alma, protegiendo esa dulce rama que tanta vida me dio.






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