sábado, 28 de enero de 2012

SOBRE UNA PÁGINA EN BLANCO

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Tu vida en una página en blanco.

Propuse a varias personas, mayores de edad, con una buena formación académica y con bastantes dosis de creatividad, un ejercicio de redacción. Consistía en escribir sobre la vida de uno mismo. Sobre el pupitre, una página en blanco. Sobre la página, un lápiz y una goma. Advertí a los participantes que el ejercicio era cronometrado, con un tiempo máximo de 30 minutos. Antes de dar comienzo acepté preguntas y dudas, aclarando que no se trataba de escribir la propia biografía, que si querían puntuar alto debían realizar una redacción sobre algún momento significativo de sus vidas, algo que al leerlo transporte al lector a vivir esa propia experiencia.
Dio comienzo el ejercicio. Desde mi posición contemplaba a los participantes encorvados sobre sus pupitres, lápiz en mano, afanados por escribir la mejor historia sobre sus vidas. De pronto mi mirada se detuvo ante uno de los participantes. Era el único que no había comenzado el ejercicio. Ni tan siquiera había asido el lápiz.  Al principio creí que estaría estructurando mentalmente la redacción, o buscando cual de sus historias merecía la pena escribir, pero pasaban los minutos y permanecía inmóvil, con la mirada perdida. No salía de mi asombro al pensar que uno de los participantes, voluntariamente, se diera por suspendido en el ejercicio.
A partir del minuto 16, algunas cabezas iban levantándose, repasando desde otra perspectiva lo que su mente les había dictado. Llegando casi al final del tiempo la mayoría de participantes tamborileaba su lápiz inquieto, deseando llegar al pitido final para poder liberarse de ese estado de impaciencia. Minuto 30. Con la sabida frase “dejen los lápices sobre la mesa, el ejercicio ha acabado” me levanté de mi asiento y pasé por los pupitres recogiendo los trabajos. A simple vista algunos habían concretado, quizás demasiado, sus increíbles historias personales con escritos escuetos. Otros, sin embargo, habían redactado más de dos folios por ambas caras. La mayoría se había aplicado y esforzado en la buena letra, algunos con más fortuna que otros en la estructuración y nitidez del documento, sin erratas, sin correcciones. Pero sólo uno fue capaz de no haber escrito ni tan siquiera el nombre. La página continuaba en blanco, el lápiz sobre  la página, y la goma perfectamente colocada tal y como yo la había dejado. Un sentimiento de rabia e impotencia como docente me invadió el corazón. Consideré que podía ser un desafío a la figura autoritaria del profesor. Descarté que fuera acto de rebeldía en el mismo momento que me fijé en su cara, sus ojos. Continuaba con la mirada perdida, pero sobre su mejilla corría una lágrima que había brotado de sus vidriosos ojos y que acabó mojando el blanco infinito de la página. Me detuve frente a los participantes, con todas las páginas en mis manos y, en ese momento, aunque no se bien por que motivo reaccioné de la siguiente manera: aparté la página en blanco y rompí todos los demás documentos, haciendo pedacitos las historias de los participantes que miraban atónitos la escena. Hubo protestas, lógicas. Alguna que otra muestra de descontento en base de insulto descortés. Pero pronto hice callar a todos, sin tener que pronunciar palabra. Sólo tuve que alzar en mi mano la página en blanco. Todos los participantes se miraron, unos a otros, intentando adivinar quien sería el objeto de mi ira por no haber realizado el ejercicio. Pero todos se equivocaron de nuevo. Más allá de descargar mi frustración como docente ante ese alumno, calmado y pausando cada una de mis palabras, les relaté lo siguiente:
“Seguramente todos halláis escrito una buena historia. Seguramente todos hubierais aprobado el ejercicio. Seguramente todos habéis redactado  historias interesantes sobre hechos o acontecimientos o situaciones de vuestras vidas. Pero sin duda, ésta (señalando la página en blanco que continuaba alzada) es la mejor.”
Hubo un desconcierto, rumoreo, todos se mostraron sorprendidos incluso me atrevería a decir que por sus cabezas pasó la idea de una locura transitoria del profesor.
Hice levantar al alumno en cuestión de su pupitre, pero en seguida me di cuenta que su estado emocional no era el adecuado para mostrar a los demás lo que yo pretendía hacerles ver. Por ese motivo y pidiéndole disculpas hice que se sentara de nuevo. Hubo un silencio tenso en el aula. Todos estaban desconcertados. Relajé los músculos de mi cuerpo que se habían contagiado por la situación y me senté frente a los alumnos.
“No hay mayor ni mejor historia que la que nace de nuestro corazón”- comencé a decir, con la mirada baja, buscando manchas en el suelo para distraer el sentido de la vista, mientras daba paso a lo que en ese momento salía de mi alma a través de mi voz.- “Esta página en blanco me ha hecho reflexionar, me ha hecho pensar, ha removido cada uno de mis sentimientos, ha volteado todo mi real mundo. Esta página en blanco ha dejado paso a mi creación, a mi imaginación, a mi empatía, a mi frustración,  a mi capacidad emocional y a mi raciocinio. Posiblemente las demás historias de cada uno de vosotros hubiera tenido un efecto similar, pero sin duda ésta, ha estremecido todos los pilares de mi alma. Una página en blanco no cuenta nada, una página en blanco lo cuenta todo. Sobre una página en blanco habéis plasmado vuestras historias. Sobre esta página en blanco se ha conseguido plasmar una vida”.

Volví al silencio, recobre la compostura y di por finalizada la clase. El aula se vació rodeada de un clima extraño, todos los presentes, callados, se dirigían a la puerta hablándose a ellos mismos, en silencio, recreando en su mente una conversación única entre su raciocinio y su corazón. Todos entendieron que la vida no es más que una página en blanco, que se puede escribir y contar de muchas maneras, pero ninguna será mejor que vivirla con el corazón.

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