jueves, 23 de febrero de 2012

LA SOMBRA DE MARTA (parte 4)

No fui consciente de cuanto tiempo pasé acuclillado en el pasillo, inmobilizado por un miedo que asaltó mi cuerpo sin permiso. La verdad es que después de escuchar el segundo grito hubo silencio. Con más esfuerzos de la cuenta me obligué a levantarme y muy lentamente, con la espalda pegada a la pared del pasillo, me dirigí hacia el salón principal. Al llegar a la puerta del salón aprecié que la ventana desde la que Mayte observaba las vistas se encontraba cerrada, incluso la persiana de aluminio había sido bajada, con lo que la iluminación del salón se limitaba a los pequeños reflejos que entraban por las fisuras entre sus lamas. Intenté accionar el interruptor de la luz, pero no funcionaba. Repetí la operación como si por arte de magia en uno de los clicks se encendiera. No me consideraba una persona miedosa, es más, siempre había alardeado de ser valiente, pero en esta ocasión me era casi imposible controlar los ataques histéricos que el miedo producía en mi mente. Sin atreverme a entrar en el salón y utilizando la inexistente iluminación del mismo, repasé el suelo de punta a punta esperando encontrar un bulto que me recordara la figura de Mayte, quien sabe si herida o algo peor. Pero no, en el comedor no parecía que hubiera nadie. Como sí quien fuera el que hubiera atacado a Mayte la hubiera arrastrado hasta la puerta principal, saliendo por ella y obviando mi presencia. El pasillo por suerte continuaba iluminado gracias a un plafón estilo victoriano colgado de la pared más alejada del salón, pasada la distribución de cocina y aseo. Me dirigía a la puerta principal para comprobar que no hubiera nadie en el descansillo. Mi torpeza y mis nervios me hicieron tropezar con un recibidor clásico que a punto estubo de hacerme dar de bruces contra la entrada, pero conseguí guardar la verticalidad milagrosamente agarrándome al pomo. El tropezón hizo que dejara caer parte del peso de mi cuerpo sobre el pomo y mi mano lo giró sin exito. La puerta principal ni se movió. Estaba cerrada. De nuevo me asaltó la angustia, los miedos y las dudas. Volví a repasarme los bolsillos buscando la maldita llave de la puerta y comprobé que, al igual que mi teléfono móvil, habían desaparecido. No podía ser casualidad. Las llaves no las había sacado para abrir puesto que la puerta estaba abierta. Hubiera escuchado el ruido del juego de llaves al caer aunque lo hubieran echo sobre el suelo enmoquetado. Me dí cuenta que tampoco llevaba en mis bolsillos el paquete de tabaco rubio, ni mi cartera. Lo único que encontré en lo profundo de mi pantalón fue el mechero y dos monedas de veinte céntimos que me sobraron al comprar el tabaco. Comencé a pensar que estaba soñando y que despertaría de esa pesadilla de un momento a otro. Y allí seguía ante la puerta de entrada. De pronto se iluminó el salón a mi espalda. Como si después de un corte de fluido eléctrico hubieran levantado los magnetotérmicos del contador.
Me giré, despacio, observando que la araña de crista que pendía sobre la mesa del comedor brillaba por la luz que desprendían sus cuatro bombillas halógenas. Sin pensar, como hipnotizado, me adentré en el salón agradeciendo la luz. Y entonces lo ví. Un charco de sangre había teñido el suelo del salón, junto a la ventana donde se encontraba Mayte. Sangre, sangre fresca no coagulada, pero nada más. Ni cuerpo ni rastro, ni gotas de salpicadura, ni huellas de pisadas, ni vestigios de lo que había pasado. En ese momento saqué de mi interior mi lado más racional. Se había cometido un crimen. Yo estaba encerrado. El autor del crimen podría seguir cerca. Debía llamar a la policía, a mi jefe, avisar a los vecinos, dar la voz de alarma,... y no sabía por donde empezar.

CONTINUARÁ.....

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